
Este post podría haber sido una crónica de la noche Minus en el BAM pero después de comprobar que casi todas las personas con las que hablé iban -ellos, y también sus amigos-, se me quitaron las ganas ante la previsible aglomeración. Así que en lugar de celebrar las fiestas de mi ciudad, Barcelona, acabé el libro Odio Barcelona (Melusina), doce ensayos de autores nacidos después de 1975 que rajan de su ciudad con más o menos salero. Hay varios que no he leído, o mejor dicho, he abandonado, por lo pretencioso de algunas redacciones, como si hacerlo demasiado difícil u original diera más peso a su opinión. Son estilos, más particulares cuanto más quieren dejar claro que se distinguen del vulgo, pero da pereza. Apenas son un par de excepciones, el conjunto es muy entretenido y con ideas ciertamente brillantes que alegra compartir.
Para Carol París, Barcelona vive “en el suplemento de la Barcelona por venir; aquella que sigue quejándose, expectorando y siempre expectante de algo mejor”. Llucia Ramis se refiere a ella como marca, prostituída desde que se hizo un nombre, “Barcelona no sólo se vende, sino que además, se sabe vender”. Óscar Gual propone un ejercicio divertido, un formulario de entrada a la ciudad que plantea preguntas como ésta:
¿Cuánto modifica la torre Agbar de Jean Nouvel el skyline de la ciudad?
a) Lo modifica de una forma tan ligera como agradable, con el tiempo nos acostumbraremos a su presencia, como a la de la Sagrada Família.
b) Lo modifica tanto como las Cuatro Torres de La Castellana modifican el skyline de Madrid.
c) Lo modifica en un 32,4 %.
Philipp Engel se pregunta: “¿Qué hago yo aquí? o ¿En qué maldito momento de mi vida decidí que esta ciudad había de convertirse en el sarcófago tallado con las muescas de mi dolorosa educación sentimental? Faraón del absurdo, enterrado vivo con todas mis cosas. Esperando que al final todo tenga algún tipo de sentido. Drama. Drama con mayúsculas.” Javier Blánquez, viejo conocido de la prensa musical, se enciende con “la comunidad de los desarrapados que pretenden convertir la ciudad en un enclave medievalizado en el que se funciona por el trueque y la limosna, en el que se lleva la holganza, la precariedad y el vivir tirado”. Y añade: “Ni siquiera es culto dionisíaco al buen vivir ni un estilo alternativo de encajar en la sociedad […], pues se puede ser Dionisio duchándose cada día, trabajando con disciplina y pagando impuestos, sino un manchurrón humano en la civitas que era menor hasta que se instaló entre nosotros esa pérfida influencia que responde al nombre de Manu Chao”.
También me gusta la visión de Lucía Lijtmaer, que divide su espacio en fragmentos independientes. Uno de ellos dice así:
“En Barcelona ya nadie usa la palabra extrarradio, se habla de periferia urbana. Aún así nadie sabe situar la periferia urbana. No es Santa Coloma. Definitivamente, no es Hospitalet de Llobregat. Ni Sant Boi. Son demasiado importantes ya.
Hay una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea sobre la periferia urbana de Brasil. Los jóvenes intelectuales van a esa exposición”.
Agustín Fernández Mallo, gallego, presta su máquina de escribir para que los ciudadanos digan la suya:
“Odio Barcelona porque odia al resto del mundo, pero Barcelona también es el mundo. No lo entiendo”.
“Odio Barcelona porque el centro es muy cuadriculado. Es ajedrez, preferiría que fueran las damas”.
“Odio Barcelona porque son tan fachas que quitan las corridas de toros”.
“Odio Barcelona porque todo está legislado”.
Si me hubiera preguntado diría que odio Barcelona porque lo mejor de esta ciudad es el clima y la comida.